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Andrea Tchabrassian
Argentina 2020 participant
30 Abr, 2020

105 abriles

“Esto es el genocidio armenio”, pensé hace unos días atrás cuando me escribió por Instgram un tal Sarkis Chaprazian diciéndome que quizás podríamos conocernos; a lo cual mi primera respuesta fue “Mi abuelo nació en Killis, se llamaba Abraham y escapó a Aleppo en el 15, ¿el tuyo?”.

Indagando un poquito y poniéndome en contacto con algunos familiares, logré encastrar las piezas y una parte de la historia se completaba, nombres y colores empezaron a rellenarse y tomar sentido en mi árbol genealógico. “Ahora tengo un primo en Berlín”, pensé.

Pasaron algunos días y otro contacto de Facebook me cruzó su árbol, y ahí estoy yo, mi papá, mi abuelo, mis bisabuelos y mis tatara-abuelos, el linaje “Chaprazian” por cinco generaciones, y se sigue completando la historia con caras, nombres y años. “Ahora también sé que tengo un primo en Canadá”, pensé.

Me pregunto también de qué sirve completar casilleros con nombres y saber cuántos hijxs tuvo cada unx, los nombres y sus años de nacimiento y muerte.

Si me pongo exigente y voy a hablar del genocidio armenio, tengo que decir que el plan sistemático de exterminio físico tuvo inicio el 24 de abril de 1915 cuando el ejército turco secuestró y asesinó a intelectuales y grandes personalidades del pueblo armenio, y esto continuaría hasta 1923 dejando un saldo de 1.500.000 armenixs masacradxs.

Pero quizás hoy, sentada en una cama en una ciudad al norte de Armenia, limítrofe con Turquía a catorce mil kilómetros de la ciudad donde nací y me crié, me interesa hablar sobre cómo nos construyen los relatos, y los relatos del relato: qué queda en nosotrxs conscientemente y qué queda inconscientemente.

Para mí, hablar del genocidio armenio es hablar de los relatos con los que crecí.

Un abuelo, nacido en 1908, nos contaba que a sus siete años vio cómo los turcos entraron a su casa y se llevaron a su madre, sin contarnos los pormenores de la escena. Y un bisabuelo le dijo convencido y mirándolo a los ojos que no se olvide de que era cristiano y armenio, antes de que probablemente una familia turca los criara a él y a su hermano dentro de los parámetros del islam y modificaran sus apellidos. Como en tantas otras historias, un turco conocido los ayudó a escapar a lxs cuatro. Así fue como mis bisabuelxs regresaron a su casa con sus hijxs, salvándose del fatal destino de la caminata por el desierto, y esa misma noche emprendieron otra caminata hacia la ciudad cercana de Aleppo, Siria, que en su momento era colonia francesa.

Una abuela nacida en 1922 contaba cómo su padre, después de haber zafado y escapado de varios aprietes con los turcos, se compró un burro y le construyó una silla que de un lado tenía una cuna para un hermano de tres años y, del otro lado, un brasero para poder atravesar el desierto de noche y no morir en el intento. Y así fue como a cuarenta días de su nacimiento y en los brazos de su madre, mi abuela y su familia emprendieron la caminata por el desierto hacia un futuro incierto. “Vos no sabés el frío que hace de noche en el desierto”, decía mi bisabuela cada tanto como si los recuerdos pasaran infinitas veces por la piel. Con un permiso de lxs franceses, lograron entrar al Líbano y establecerse en Beirut.

¿Cuál es el motivo de este escrito? Lejos de romantizar el genocidio armenio me pregunto día y noche cómo estamos construidxs, y si pienso en construcciones no puedo evitar pensar en ese bisabuelo ingenioso que armó un brasero y una cuna arriba de un burro para hacer un poco más ameno el paso de su familia por el desierto; un bisabuelo constructor que hizo con sus manos, en cada sitio donde se refugió, una casa para su familia; un bisabuelo que aprendió a trabajar el hormigón armado y construía con sus manos, como si hiciera magia, cada objeto que sus hijxs o nietxs le pidieran para jugar.

Estamos construidxs de oficios, pasiones e ideales que habitaban en nosotrxs inconscientemente antes de que lo supiéramos.

Estamos construidxs de relatos teñidos de dolor, misticismo y orgullo por quienes los traen hasta nosotrxs.

Estamos construidxs de historias que, cuando se completan del otro lado del mapa, todo cobra sentido.

Toda una vida fantaseé con un 24 de abril en Armenia en la multitudinaria marcha, en la capital, Erevan, y con llevar mi flor y apoyarla en torno a la llama eterna.

Hoy estoy acá y mi marcha es quizás esta: reconstruir la historia, reconstruir mi historia. Y me repito, ¿de qué sirve reconstruir los lazos familiares de un apellido modificado por las circunstancias geográficas? No, no es reconstruir lazos familiares; es reconstruir y reconocer los modos de operar de un imperio/estado dispuesto a arrasar con todo lo que no fuera turco, es la sistematización del exterminio repetida infinitas veces en infinitos lugares alrededor del mundo, siempre efectivo y victorioso, ¿por qué? Porque hay que entender, a partir de los relatos que no son hechos aislados, que estos con mayor o menor color se repiten infinitas veces en la historia de los pueblos. Porque hacer memoria un año más debería servir(nos) para que estas atrocidades no vuelvan a ocurrir; pero simplemente con recordarlas no logramos nada, quizás el objetivo sea desentrañarlas, compararlas y desarmar lo construido para saber cómo funcionan realmente las cosas, porque solo así lograremos que estos relatos queden en la historia.

Andrea Tchabrassian

Argentina, 2020

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